La filosofía política en nuestras conversaciones cotidianas.
Reconociendo las principales corrientes:
Propósito:
Reconocer algunas de las principales perspectivas de la filosofía política y apliquen los argumentos que derivan de ellas en debates contingentes
En la conversación de todos los días aparecen propuestas a favor o en contra de decisiones que afectan a un sector de la comunidad o a toda, en su conjunto.
Por ejemplo, cuando se discute sobre leyes para determinar o liberar impuestos. o bien sobre el alcance de la iniciativa económica privada y si entra o no en conflicto con el interés común. Y a propósito, algunos cuestionan la "idea" de un bien común, otros buscan su fundamento, etc.
Procederemos a leer textos filosóficos para después comentarlos con una guía de preguntas. Es bueno tener claras estas preguntas para ir buscando ciertas respuestas a partir de los textos:
• ¿Cuál es la tesis planteada? Expliquen su significado.
• ¿Qué argumentos sostienen la tesis?
• ¿Qué supuestos están implicados en la tesis y/o argumentos planteados?
• ¿Cómo se relacionan las ideas del texto con algunos problemas sociales o económicos actuales?
Importante exponer en voz alta sus reflexiones. Luego, debatir sobre:
• ¿Cuáles son los bienes humanos que toda sociedad política debiera garantizar a las personas que la componen?
• Según los mismos argumentos del texto, ¿pueden concebir alguna postura distinta que resuelva los mismos problemas?
Texto 1
Adam Smith (1723 – 1790, Escocia)
Filósofo y economista escocés cuyo pensamiento sienta las bases del capitalismo moderno y sigue inspirando a defensores del libre mercado. Según el autor, la clave del bienestar social y la extensión de los mercados están en el crecimiento económico, que se potencia mediante la división del trabajo y la libre competencia.
“Con respecto al derroche, el principio que impulsa a gastar es la pasión por el placer presente, que aunque resulta a veces violenta y muy difícil de contener, es por lo general sólo momentánea y ocasional. Pero el principio que anima al ahorro es el deseo de mejorar nuestra condición, un deseo generalmente calmo y desapasionado que nos acompaña desde la cuna y no nos abandona hasta la tumba. En todo el intervalo que separa esos dos momentos, es probable que no haya un sólo instante en que las personas se encuentren tan perfecta y plenamente satis¬fechas con su situación que no abriguen deseo alguno de cambio o mejora de ninguna clase. El medio a través del cual la mayoría de la gente aspira a mejorar su condición es el aumento de su fortuna. Se trata de una fórmula vulgar y evidente; y la forma en que más verosímilmente pueden incrementar su fortuna es ahorrar y acumular una parte de lo que obtengan, sea de forma regular y anual, o sea en algunas ocasiones extraordinarias. Aunque el principio del gasto prevalece en casi todos los hombres alguna vez, y en algunos hombres siempre, en la mayoría de ellos, tomando el promedio de todo el transcurso de su vida, el principio de frugalidad no sólo parece prevalecer sino predominar de manera aplastante. En lo que hace a la mala administración, el número de empresas prudentes y triunfantes es en todas partes muy superior al de empresas imprudentes y malogradas. A pesar de todas nuestras quejas sobre la frecuencia de las quiebras, los infelices que padecen esta desgracia son una parte insignificante del total de quienes se dedican al comercio y otros negocios; acaso no representen más del uno por mil. La bancarrota acaso sea la calamidad más devastadora y humillante que pueda ocurrirle a una persona inocente. La mayor parte de la gente, en consecuencia, es lo suficientemente cuidadosa como para eludirla. Es verdad que algunos no lo logran, así como otros no escapan de la horca.
Las grandes naciones nunca se empobrecen por el despilfarro y la mala administración del sector privado, aunque a veces sí por el derroche y la mala gestión del sector público. Todo o casi todo el ingreso público en la mayoría de los países se dedica a mantener trabajadores improductivos. Así son los que componen una corte espléndida, un amplio cuerpo eclesiástico, grandes flotas y ejércitos que nada producen en tiempos de paz, y que en tiempos de guerra nada consiguen que pueda compensar el coste de mantenerlos, ni siquiera mientras dura la guerra. Como esa gente no produce nada, vive sólo del producto del trabajo de otras personas. Si se multiplican en un número innecesario, puede que en un año concreto consuman una cuota tan abultada de ese producto que no quede lo suficiente para mantener a los trabajadores productivos que deben reproducirlo el año siguiente. El producto del año siguiente, en tal caso, será inferior al del año anterior, y si el mismo desorden prosigue, el del tercer año será inferior al del segundo. Esos brazos improductivos, que deberían ser sostenidos sólo por una parte del excedente del ingreso del pueblo, pueden llegar a consumir una parte enorme del ingreso total, y obligar así a un número tan grande a liquidar sus capitales, a reducir los fondos destinados al mantenimiento del trabajo productivo, que toda la frugalidad y sobriedad de los individuos no sea capaz de compensar el despilfarro y degradación de la producción ocasionados por este forzado y violen¬to saqueo del capital.
Sin embargo, la experiencia demuestra que la frugalidad y la buena administración, en la mayoría de los casos, es suficiente para compensar no sólo la prodigalidad y el desbarajuste de los individuos, sino el derroche del Estado. El esfuerzo uniforme, constante e ininterrumpido de cada persona en mejorar su condición, el principio del que originalmente se derivan tanto la riqueza pública como la privada, es con frecuencia tan poderoso como para mantener el rumbo natural de las cosas hacia el progreso, a pesar tanto del despilfarro del gobierno como de los mayores errores de administración. Actúa igual que ese principio desconocido de la vida animal que frecuentemente restaura la salud y el vigor del organismo no sólo a pesar de la enfermedad, sino también de las absurdas recetas del médico.
El valor del producto anual de la tierra y el trabajo de cualquier nación sólo pueden aumentar si crece el número de sus trabajadores o la capacidad productivos de los trabajadores productivos que ya están empleados. Es evidente que el número de sus trabajadores productivos nunca puede ser incrementado considerablemente si no es como consecuencia de la expansión del capital, o de los fondos destinados a mantenerlos. La capacidad productiva del mismo número de trabajadores no puede aumentar sino como resultado de un añadido o mejora en las máquinas e instrumentos que facilitan y abrevian el trabajo, o de una mejor división y distribución del trabajo. En ambos casos se requiere casi siempre un capital mayor. Sólo con un capital adicional podrá un empresario cualquiera suministrar a sus trabajadores una maquinaria más adelantada u organizar mejor la distribución de la actividad entre ellos. Cuando la tarea a realizar consiste en una serie de partes, el mantener a todas las personas empleadas constantemente de una forma requiere un capital mucho mayor que cuando cada persona está ocasionalmente ocupada de cada una de las diversas partes de la tarea. Entonces, cuando comparamos la situación de un país en dos períodos diferentes y observamos que el producto anual de su tierra y su trabajo es manifiestamente mayor en el segundo que en el primero, que sus tierras están mejor cultiva¬das, sus industrias más numerosas y florecientes y su comercio más extendido, podemos estar seguros de que su capital debe haber aumentado en el intervalo de los dos períodos, y que se debe haber añadido al mismo más por la buena administración de algunos que lo que ha sido retirado, sea por el mal manejo de otros o por el despilfarro del gobierno. Comprobaremos que tal ha sido el caso en la mayoría de los países en todas las épocas razonablemente ordenadas y pacíficas, incluso en aquellos que no disfrutaron de los gobiernos más prudentes y parsimoniosos. Para formarnos un juicio correcto, deberemos comparar el estado de la nación en períodos algo distantes entre sí. El desarrollo es con frecuencia algo tan gradual que, en períodos próximos, el progreso no sólo es imperceptible, sino que puede ocurrir que la decadencia de ciertas ramas de la economía o de ciertas zonas del país, algo que puede ocurrir aunque el país en general atraviese una intensa prosperidad, despierte frecuentemente la sospecha de que todas las riquezas y las actividades están decayendo.
El producto anual de la tierra y el trabajo de Inglaterra, por ejemplo, es ciertamente mucho mayor de lo que era hace poco más de un siglo, cuando la restauración de Carlos II. Aunque creo que pocas personas pondrían esto en duda, fue raro que pasaran cinco años a lo largo de todo este período sin que se publicara un libro o folleto, escrito con la habilidad suficiente como para causar alguna impresión en el gobierno, con la pretensión de demostrar que la riqueza de la nación se estaba hundiendo a pasos agigantados, que el país estaba despoblado, la agricultura olvidada, la industria languidecía y el comercio se había estancado. No todas esas publicaciones fueron panfletos partidistas, desdichados productos de la falsedad y la venalidad. Muchos de ellos fueron escritos por personas muy sinceras y muy inteligentes, que sólo escribían lo que pensaban y por ninguna otra razón sino porque así lo pensaban.
El producto anual de la tierra y el trabajo e Inglaterra, asimismo, fue mayor cuando la restauración que lo que podemos suponer que era cien años antes, cuando subió al trono la reina Isabel. Tenemos también razones para estimar que en ese momento el país estaba mucho más desarrollado que un siglo antes, cuando las disensiones entre las casas de York y Lancaster tocaban a su fin. Incluso entonces estaba probablemente en mejores condiciones que cuando la conquista normanda, y mejor durante ésta que en el confuso período de la heptarquía sajona. Y hasta en ese momento tan remoto, el país se hallaba ciertamente más desarrollado que en tiempos de la invasión de Julio César, cuando sus habitantes estaban en una situación similar a la de los salvajes de América del Norte.
Sin embargo, en todos esos períodos hubo no sólo abundante derroche privado y público, varias guerras costosas e innecesarias, intensa desviación del producto anual de la manutención de brazos productivos hacia la de brazos improductivos, sino que en algunas ocasiones, en la confusión del conflicto civil, se produjo una liquidación y destrucción de capital de tal calibre que cualquiera supondría que no sólo retrasó la acumulación natural de riquezas, algo que ciertamente ocurrió, sino que dejó al país al final del período más pobre que al principio. En la etapa más feliz y afortunada de todas, la que ha transcurrido desde la restauración, ¿cuántas perturbaciones y desgracias han sobrevenido que, de haber sido previstas, habrían hecho esperar no simplemente el empobrecimiento sino la ruina total del país? El incendio y la peste de Londres, las dos guerras con Holanda, los desórdenes de la revolución, la guerra en Irlanda, las cuatro costosas guerras con Francia de 1688, 1702, 1742 y 1756, además de las dos insurrecciones de 1715 y 1745. Durante las cuatro guerras con Francia, la nación se endeudó en más de ciento cuarenta y cinco millones, además de todos los gastos anuales extraordinarios que ocasionaron, con lo que el total no puede ser estimado en menos de doscientos millones. Igualmente grande es la sección del producto anual de la tierra y el trabajo del país que ha sido, en distintos momentos desde la revolución, empleada en sostener un número extraordinario de trabajadores improductivos. Pero si esas guerras no hubiesen forzado a un capital tan grande en esa dirección, la mayoría del mismo habría sido naturalmente invertida en la manutención de brazos productivos, cuyo trabajo habría repuesto con un beneficio todo el valor de su consumo. El valor del producto anual de la tierra y el trabajo del país habría sido por ello incrementado notablemente en cada año, y el aumento de cada año habría aumentado todavía más el del año siguiente. Se habría construido más casas, roturado más tierras, y las que se hubiese roturado antes habrían sido mejor cultivadas, se habría establecido más industrias, y las ya instaladas habrían progresado más; y no es fácil conjeturar el nivel al que podrían haber llegado en la actualidad la riqueza y el ingreso reales del país. Aunque el derroche del gobierno indudablemente retrasó el desarrollo natural de Inglaterra hacia la riqueza y el progreso, no fue capaz de detenerlo. El producto anual de su tierra y su trabajo es evidentemente muy superior hoy que en la restauración o la revolución. Por lo tanto, el capital invertido anualmente en el cultivo de esa tierra y el mantenimiento de ese trabajo debe ser también muy superior. Frente a todas las exacciones del Estado, este capital ha sido silenciosa y paulatinamente acumulado por la frugalidad privada y el buen comportamiento de los individuos, por su esfuerzo universal, continuo e ininterrumpido en mejorar su propia condición. Este esfuerzo, protegido por la ley y que gracias a la libertad se ha ejercitado de la manera más provechosa, es lo que ha sostenido el desarrollo de Inglaterra hacia la riqueza y el progreso en casi todos los tiempos pasados, y es de esperar que lo siga haciendo en el futuro. Y así como Inglaterra nunca tuvo la suerte de contar con un gobierno parsimonioso, tampoco ha sido la frugalidad la virtud característica de sus habitantes. Resulta por ello una grandísima impertinencia y presunción de reyes y ministros el pretender vigilar la economía privada de los ciudadanos, y restringir sus gastos sea con leyes suntuarias o prohibiendo la importación de artículos extranjeros de lujo. Ellos son, siempre y sin ninguna excepción, los máximos dilapidadores de la sociedad. Que vigilen ellos sus gastos, y dejen confiadamente a los ciudadanos privados que cuiden de los suyos. Si su propio despilfarro no arruina al Estado, el de sus súbditos jamás lo hará.
Así como la frugalidad aumenta el capital público y el dispendio lo disminuye, la conducta de aquellos cuyo gasto coincide con su ingreso, al no acumularlo pero tampoco liquidarlo, ni lo aumenta ni lo disminuye. Sin embargo, algunas clases de gasto parecen contribuir más a la riqueza pública que otras”. (Adam Smith, La riqueza de las naciones, Alianza, 2016, pp. 438-444).
Texto 2
Karl Marx (1818 – 1883, Alemania)
“La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.
La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de una punta a otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes construye, por doquier establece relaciones. La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios, destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no trans¬forman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba a sí mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las li¬mitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las fa¬cilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la bur¬guesía o perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.
La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la población urbana en una fuerte proporción respecto de la campesina y arranca a una parte con¬siderable de la gente del campo al cretinismo de la vida rural. Y del mismo modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semi-bárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
La burguesía va aglutinando cada vez más los medios de producción, la propiedad y los habitan¬tes del país. Aglomera la población, centraliza los medios de producción y concentra en manos de unos cuantos la propiedad. Este proceso tenía que conducir, por fuerza lógica, a un régimen de centralización política. Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses dis¬tintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una nación única, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de vapor, en los fe¬rrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que, en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre, yaciesen soterradas tantas y tales energías y elementos de producción?
Hemos visto que los medios de producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la bur¬guesía brotaron en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de pro¬ducción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, resultó que las condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la agricultura y la manufactu¬ra, en una palabra, el régimen feudal de la propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas productivas. Obstruían la producción en vez de fomentarla. Se habían convertido en otras tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester hacerlas saltar, y saltaron.
Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución política y social a ella adecua¬da, en la que se revelaba ya la hegemonía económica y política de la clase burguesa. Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un espectáculo semejante. Las condiciones de producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna socie¬dad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de produc¬ción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas productivas que se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predo¬minio político de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales, cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis co¬merciales, además de destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte considerable de las fuerzas productivas existentes. En esas crisis se desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, dema¬siada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Y tan pronto como logran vencer este obstáculo, siem¬bran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose nuevos mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente los mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.
Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se vuelven ahora contra ella.
Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, se desarrolla tam¬bién el proletariado, esa clase obrera moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta a incremento el capital. El obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las fluctuaciones del mercado.
La extensión de la maquinaria y la división del trabajo quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y como una de tantas, el trabajo equivale a su coste de producción. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas, etc.”. (Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista, Fundación de Investigaciones Marxistas, Madrid, 2013, trad. Wenceslao Roces, pp. 54-59).
¿QUÉ CARACTERÍSTICAS POSEE UN DIÁLOGO QUE APLICA IDEAS FILOSÓFICAS?
Lectura de un texto que contenga un diálogo filosófico; que incluya ideas que se puedan vincular con las principales corrientes de la filosofía política. Se sugiere algún extracto de las obras de Platón. En ellas, el pensador plantea varias de las preguntas que, en la historia de Occidente, originaron las distintas perspectivas políticas actuales, ya sea para defenderlas, refutarlas o adaptarlas. En la República hay un buen ejemplo de discusión en la que se van forjando las respuestas a un problema gracias a un diálogo lleno de argumentos, objeciones, malentendidos y redefiniciones
Capítulos 12 al 15 del Libro 1.
XII
Al decir yo eso, Glaucón y los otros le pidieron que no rehusase; ya era evidente que Trasímaco estaba deseando hablar para quedar bien, , creyendo que poseía una contestación insuperable, pero fingía disputar porque yo fuera el que contestara. Al fin cedió y seguidamente:
- Ésta es - dijo- la ciencia de Sócrates: no querer enseñar por su parte, sino andar de acá para allá, aprendiendo de los demás sin dar ni siquiera las gracias.
- En lo de aprender de los demás -repuse yo- dices verdad, ¡oh, Trasímaco!; en lo de que no pago con mi agradecimiento; yerras, pues pago con lo que puedo, y no puedo más que con alabanzas, porque dinero no tengo, y de qué buen talante lo hago porque me parece que alguien habla rectamente lo vas a saber muy al punto, en cuanto des tu respuesta, porque pienso que vas a hablar bien.
- Escucha, pues, dijo-: sostengo que lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte. ¿Por qué no lo celebras? No querás, de seguro.
- Lo haré -repliqué yo- cuando llegue a saber lo que dices; ahora no lo sé todavía. Dices que lo justo es lo que conviene al más fuerte. ¿Y cómo lo entiendes, Trasímaco? Porque, no quieres decir que si Polidamante, el campeón del Pancracio es más fuerte que nosotros y le conviene para el cuerpo la carne de vaca, este alimento que le conviene es también adecuado, y justo para nosotros, que somos inferiores a él.
- Desenfadado eres, Sócrates - dijo-, y tomas mi aserto por donde más fácil puedas estropearlo.
- De ningún modo, mi buen amigo, repuse yo-, pero di más claramente lo que quieras expresar.
-¿No sabes- preguntó- que de las ciudades las unas se rigen por tiranía, las otras por democracia, las otras por aristocracia?
-¿Cómo no?
-¿Y el gobierno de cada ciudad no es el que tiene la fuerza en ella?
-Exacto.
-Y así. cada gobierno establece las leyes según su conveniencia: la democracia, leyes democráticas; la tiranía, tiránicas, y del mismo modo las demás. Al establecerlas mandan que es justo para los gobernados lo que a ellos conviene, y al que se sale de esto lo castigan como violador de las leyes y de la justicia. Tal es, mi buen amigo, lo que digo que en todas las ciudades es idénticamente justo: lo conveniente para el gobierno constituido. Y éste es, según creo; el que tiene el poder; de modo que, para todo hombre que discurre bien, lo justo es lo mismo en todas partes: la conveniencia del más fuerte.
-Ahora -dije yo- comprendo lo que dices; si es verdad o no, voy a tratar de verlo. Has contestado, Trasímaco, que lo justo es lo conveniente; y no obstante a mi me habías prohibido que contestara eso. Cierto que agregas: "para el más fuerte".
-¡Dirás acaso que es pequeña añadidura!-exclamó.
-No está claro todavía si pequeña o grande; pero si que hay que examinar si eso que dices es verdad. Yo también reconozco que lo justo es algo conveniente; tú por tu parte, añades y afirmas que lo conveniente es para el más fuerte. Pues bien, eso es lo que yo ignoro, y, en efecto, habrá que examinarlo.
-Examínalo, dijo.
XIII
-Así se hará-repliqué-, y dime, ¿no afirmas también que es justo obedecer a los gobernantes?
-Lo afirmo.
-¿Y son infalibles los gobernantes en cada ciudad o están sujetos a error?
-Enteramente sujetos a error-dijo.
-¿Y así, al aplicarse a poner leyes, unas las hacen bien y otras mal?
-Eso creo.
-Y el hacerlas bien es hacérselas convenientes para ellos mismos, y el hacerlas mal, inconvenientes? ¿y cómo lo entiendes?
-Así como dices.
-¿Y lo que establecen ha de ser hecho por los gobernados y eso es lo justo?
-¿Cómo no?
-Por tanto, según tu aserto no es solo justo el hacer lo conveniente para el más fuerte, sino también lo contrario: lo inconveniente.
-Qué estás diciendo?-preguntó él.
-Lo mismo que tú, según creo. Examinémoslo mejor: ¿no hemos convenido en que los gobernantes, al ordenar algunas cosas a los gobernados se aportan por error de lo que es mejor para ellos mismos, y en que lo que mandan los gobernantes es justo que lo hagan los gobernados? ¿No quedamos de acuerdo en ello?
-Así lo pienso, dijo.
Piensa, pues, también -dije yo- que has reconocido que es justo hacer cosas inconvenientes para los gobernantes y dueños de la fuerza cuando los gobernantes, involuntariamente, ordenan lo que es perjudicial para ellos mismos, pues dijiste que era justo hacer lo que éstos hayan ordenado. ¿Acaso entonces, discretísimo Trasímaco, no viene por necesidad a ser justo hacer lo contrario de lo que tú dices? Porque sin duda alguna se ordena a los inferiores hacer lo inconveniente para el más fuerte.
-Sí, por Zeus-dijo Polemarco- Eso está clarísimo, ¡oh Sócrates!
-Sin duda-interrumpió Clitofonte, porque tú se lo atestiguas.
-Y qué necesidad-replicó Polemarco -tiene de testigo? El mismo Trasímaco confiesa que los gobernantes ordenan a veces cosas perjudiciales para ellos mismos y que es justo que los otros las hagan.
-El hacer ordenado por los gobernantes, ¡oh, Polemarco!, eso fue lo que estableció Trasímaco como justo.
-Pero también, ¡oh, Clitofonte!, puso como justo lo conveniente para el más fuerte. Y estableciendo ambas cosas, confesó que los más fuertes ordenan a veces lo inconveniente para ellos mismos, con el fin de que lo hagan los inferiores y los gobernados, y según estas confesiones, igual de justo sería lo conveniente para el más fuerte que lo inconveniente.
-Pero por lo conveniente para el más fuerte -dijo Clitofonte- quiso decir lo que el más fuerte entendiese que le convenía y que esto había de ser hecho por el inferior: en eso puso la justicia.
-Pues no fue así como se dijo -afirmó Polemarco.
-Es igual-dije yo. ¡oh, Polemarco! Si ahora Trasímaco lo dice así, así se lo aceptaremos.
XIV
- Dime, pues, Trasímaco; ¿era eso lo que querías designar como justo: lo que pareciera ser más conveniente para el más fuerte, ya lo fuera, ya no? ¿Hemos de sentar que esas eran tus palabras?
-De ningún modo -dijo. ¿Piensas, acaso, que yo llamo al más fuerte al que yerra cuando yerra?
- Yo, por lo menos -dije-, pensaba que era eso lo que decías al confesar que los gobernantes no eran infalibles, sino que también tenían sus errores.
-Tramposo eres, ¡oh, Sócrates!, en la argumentación - contestó-: ¿es que tú llamas, sin más, médico al que yerra en relación con los enfermos precisamente en cuanto yerra? ? ¿O calculador al que se equivoca en el cálculo en la misma ocasión en que se equivoca y en cuanto a su misma equivocación? Es cierto que solemos decir, creo yo, que el médico erró o que el calculador se equivocó o el gramático; pero cada uno de ellos no yerra en modo alguno, según yo opino, en cuanto es aquello con cuyo título lo designamos. de modo que, hablando con rigor, puesto que tú también precisas las palabras, ninguno de los profesionales yerra: el que yerra, yerra porque le falla su ciencia, en lo cual no es profesional; de suerte que ningún profesional ni gobernante ni sabio yerra al tiempo que es tal, aunque se diga siempre que el médico o el gobernante erró. Piensa pues, que ésa es también mi respuesta ahora, y lo que hay con toda precisión es esto: que el gobernante, en cuanto gobernante, no yerra, y no errando establece lo mejor para sí mismo; y esto ha de ser hecho por el gobernado. Y así, como dije al principio, tengo por justo el hacer lo conveniente para el más fuerte.
XV
-Bien, Trasímaco -dije-: ¿crees que hay trampa en mis palabras?
-Lo creo enteramente -contestó. - ¿Piensas, pues, que al preguntarte como te preguntaba, lo hacía insidiosamente, para perjudicarte en la discusión?
-De cierto lo sé -dijo-, y no conseguirás nada, porque ni habrá de escapárseme tu mala intención ni, puesta al descubierto, podrás hacerme fuerza en el debate.
-Ni habría de intentarlo, bendito Trasímaco -repliqué yo-, pero para que no nos suceda otra vez lo mismo determina si, cuando hablas del gobernante y del más fuerte, lo haces conforme al decir común o en el rigor de la palabra, según tu propia expresión de hace un momento; me refiero a aquel cuya conveniencia, por ser el más fuerte, es justo que realice el más débil.
-Al que es gobernante en el mayor rigor de la palabra -dijo-. Ensáñate y maquina contra esto, si es que puedes, no te pido indulgencia; pero aseguro que no has de poder hacerlo.
-¿Acaso piensas -dije- que he de estar tan loco como para tratar de esquilar al león y engañar a Trasímaco?
-Por lo menos -contestó- acabas de intentarlo, aunque mostrándote incapaz en ello como en todo.
-Basta -dije yo- de tales cosas, pero dime: el médico, en el rigor de la palabra, del que hablabas antes, ¿es por ventura negociante, o bien curador de los enfermos? Entiende el que es médico en realidad.
-Curador de los enfermos -replicó.
-¿Y qué diremos del piloto? ¿El verdadero piloto es jefe de los marinos o marino?
-Jefe de los marinos.
-En nada pues, se ha de tener en cuenta, creo yo, que navega en el bajel, ni por ello se le ha de llamar marino; pues no por navegar recibe el nombre de piloto, sino por su arte y el mando de los marinos.
-Verdad es, dijo.
-¿Y no tiene cada uno de éstos su propia conveniencia?
-Sin duda.
-¿Y no existe el arte -dije yo- precisamente para esto, para buscar y procurar a cada uno lo conveniente?
-Para eso -replicó.
-Y acaso para cada una de las artes hay otra conveniencia que la de ser lo más perfecta posible?
-¿Qué quieres preguntar con ello?
-Pongo por caso -dije-: si le basta al cuerpo ser cuerpo o necesita de algo más, te contestaría que "sin duda necesita; y por ello se ha inventado y existe el arte de la medicina, porque el cuerpo es imperfecto y no le basta ser lo que es. Y para procurarle lo conveniente se ha dispuesto el arte. ¿Te parece que hablo rectamente al hablar así -pregunté- o no?
-Rectamente -dijo.
-¿Y qué más? ¿La medicina misma es imperfecta o, en general, cualquier otra arte necesita en su caso de alguna virtud, como los ojos de la vista o las orejas del oído, a los que por esto hace falta un arte que examine y procure lo conveniente para ellos? ¿Acaso también en el arte misma hay algún modo de imperfección y para cada arte se precisa otra parte que examine lo conveniente para ella y otra a su vez para lo que examina y así hasta el infinito? ¿O es ella misma quien examina su propia conveniencia? ¿O quizá no necesita ni de sí misma ni de otra para examinar lo conveniente a su propia imperfección y es la razón de ello que no hay defecto ni error en arte alguna, ni le atañe a ésta buscar lo conveniente para nada que no sea su propio objeto, sino que ella misma es incontaminada y pura en cuanto es recta, esto es, mientras cada una es precisa y enteramente lo que es? Examínalo con el convenido rigor de palabra: ¿es esto o no?
-Tal parece -contestó.
-La medicina, pues, no busca lo conveniente para sí misma sino para el cuerpo -dije.
-Así es -dijo.
-Ni la equitación lo conveniente para la equitación, sino lo conveniente para los caballos; ni ninguna otra arte lo conveniente para sí misma, pues de nada necesita, sino para el ser a que se aplica.
-Eso parece -dijo.
-Y las artes, ¡oh, Trasímaco!, gobiernan y dominan aquello que constituye su objeto.
Aunque a duras penas convino también en esto.
-Por tanto, no hay disciplina alguna que examine y ordene la conveniencia del más fuerte, sino la de ser inferior y gobernado por ella.
Reconociólo al fin también, aunque dispuesto a discutir sobre ello; y una vez que lo reconoció, dije:
-Según eso, ¿no es lo cierto que ningún médico en cuanto médico examina ni ordena lo conveniente para el médico mismo, sino sólo conveniente para el enfermo? Ahora bien, convinimos en que el verdadero médico gobierna los cuerpos y no es un negociante. ¿O no convinimos? Confesólo así.
-¿Y en que el verdadero piloto es jefe de los marinos y no marino el mismo?
Quedó confesado.
-Ahora bien, el tal piloto y jefe no examina ni ordena lo conveniente para el piloto, sino lo conveniente para el marino y gobernado.
-Reconociólo, aunque de mala gana,
-Y así, Trasímaco -dije yo-, nadie que tiene gobierno, en cuanto es gobernante, examina ni ordena lo conveniente para sí mismo, sino lo conveniente para el gobernado y sujeto a su arte, y dice cuanto dice y hace todo cuanto hace mirando a éste y a su conveniencia y ventaja.
Para trabajar este extracto:
• ¿Cuál es la pregunta central que pretende responder el texto?
• ¿Cómo se vincula con las preguntas que buscan responder los textos vistos en las etapas 1 y 2?
• ¿Cuál es la tesis y los argumentos que emplea?
• ¿De qué manera las preguntas de los interlocutores obligan al personaje principal a definir los términos que emplea?
• ¿Cómo obligan las objeciones o preguntas de los interlocutores a que el personaje principal reformule su tesis o sus argumentos?
• ¿De qué modo las objeciones de los interlocutores exigen que el personaje dé argumentos adicionales?
TALLER: REDACTAR UN DIÁLOGO FILOSÓFICO - POLÍTICO
Motivación: La actividad, por equipos (el programa propone un cómic). Se sugiere elaborar una lista con las ideas más importantes de dichos textos y anotar los problemas políticos que intentan resolver. No es necesario que utilicen únicamente las ideas que aparecen en los textos; pueden incluir las ideas que surgieron en los debates.
Se recomienda que cada grupo busque algunos extractos que reflejen esas ideas y los modifiquen para usarlos en su texto.
Luego de discutir, cada grupo escoge qué postura quiere defender en el diálogo de la historia. Por ejemplo, si en los textos se aborda el rol del Estado en la economía, podrían escoger si conviene o no que el Estado regule los precios. Definen con precisión su postura e eligen argumentos y objeciones a partir de su lista de ideas y de los extractos; además, establecen posibles contraargumentos para neutralizar las objeciones.
Para elaborar un cómic:
Cada grupo inventa una conversación entre distintos personajes que vayan desplegando la estructura que diseñaron con los argumentos, objeciones y contraargumentos. En el diálogo, tiene que ir surgiendo la conveniencia de adoptar una postura política determinada frente a algún problema concreto. Es importante imaginar alguna situación conflictiva que invite a debatir, a partir de los supuestos básicos de algunas de las corrientes relevantes del pensamiento político. Deben ilustrarlo mediante los dibujos y las conversaciones de los personajes. Los grupos dejan el cómic en un lugar común de la sala para que todos los puedan revisar.
Otra posibilidad es que los grupos se intercambien los cómics. Se deja un tiempo para que revisen todos los cómics. El profesor da un tiempo para que los grupos hagan preguntas y comentarios sobre los cómics de los compañeros.
Referencias a Filocomic
Blog de Daniel Tubau
Ver ejemplos con Mafalda